Nuestro mundo se ha llenado de palabras. A menudo, demasiadas, pues pueden herir, juzgar y dividir. Estamos rodeados por una avalancha constante de comentarios, opiniones, análisis u observaciones, y solo algunos son inspiradores y edificantes. Dado que hoy en día todos tenemos la posibilidad de expresarnos sin límites, me dan ganas de guardar silencio sobre cualquier tema. A menudo me pregunto: «¿Por qué escribiría?» cuando ya está todo escrito. ¿Quizás solo para crear arte, para expresar admiración, para nombrar la belleza, como si pintara un cuadro?
Al final de mis vacaciones de verano, en un largo viaje en coche, escuché el audiolibro «Światłoczułość» de Jakub Jarno (aún no traducido al español). Las críticas positivas de este libro no son exageradas, porque el autor capta la realidad con gran pasión. Además, es una realidad increíblemente difícil y cruel de tiempos de guerra. Pero aun así lo lees con curiosidad, notando la luz, celebrando las digresiones y las vívidas descripciones, sintiendo que hay algo más en todos esos lugares donde, superficialmente, solo se ve muerte. Es bueno que alguien aún pueda componer un festín de letras y frases, analogías y significados. Así que yo también he anhelado escribir, aunque es difícil en un mundo ahogado en una sobreabundancia de palabras.
La vida hoy empieza a exigirnos silencio con mucha más fuerza y una pausa en el torbellino de la sobreestimulación, pero al mismo tiempo nos invita a llenar ese silencio de significado y esperanza. Hoy, cuando, tras un mes de locura escolar, mi cuerpo decidió rebelarse y posponer mis numerosos planes de fin de semana, me sumerjo en el silencio y recuerdo un momento de contemplación en medio de la naturaleza de Masuria. Pensé entonces, entre otras cosas, que toda la felicidad del mundo puede estar contenida en gestos sencillos, presencia cotidiana y pequeñas alegrías. No hacen falta muchas palabras.
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